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ME LLAMO PEDRO CONRADO CUDRIZ y Mis complacencias por la gratuidad del gesto que te permite acceder a mi blog. Bienvenido a mi mundo espiritual y a esta suerte de salvamento existencial, que es una extensión de mi alma vertida en libros, Cd, y opiniones periodísticas semanales.

lunes, 18 de enero de 2010

HAITI





En estos días he logrado capturar expresiones de corte religioso en algunos amigos, que resulta interesante compartir con los lectores semanales de mi columna; expresiones como “Haití, es el primer síntoma del desastre del mundo,” o esta otra más de corte humorístico: “Dios se dio gusto en Haití.” Esta última me recordó y no sé porqué la película basada en la novela de Humberto Eco, El nombre de la rosa. Lo cierto es que si existe dios, como dice otro amigo de complicidades literarias y filosóficas, éste no hará absolutamente nada para salvar al hombre. Te imaginas a dios, en su trono, observando el desastre de los haitianos, sin mover una paja. Pueden existir varias hipótesis que justifiquen esta parálisis y su posible impotencia; una de ellas, los pecados de este pueblo de esclavos rebeldes y libertos, el vudú o el zombilismo, por ejemplo.
Otra cosa se pregunta Enrique Santo Calderón en El Tiempo del domingo 17 de enero: ¿Por qué un terremoto tan devastador tenía que golpear de esa manera al más frágil de los pueblos? Y aquí la respuesta o las respuestas saltan a otros ámbitos menos teológicamente perversos para la razón. En primer lugar, se descartan los pecados, la supuesta parte oscura de la conciencia, de la que el hombre nunca podrá liberarse. Y nos detenemos en la pobreza. Vean estas cifras: Antes del terremoto la infraestructura era casi inexistente y las estructuras arquitectónicas de las viviendas no soportaban la más fuerte de las brisas del Caribe; deficiente alumbrado eléctrico; sin servicio de agua y alcantarillado; el 85% de la población se sostiene con un ingreso que no supera lo US$50 centavos diarios; el alimento cotidiano lo constituyen las galletas y los cereales; no hay parques de diversiones para los niños; no hay ancianos; no hay industria de ninguna clase; el servicio de escuela es escaso y muy precario el servicio de salud; si embargo, son campeones como nosotros en la cultura de la corrupción.
Escribió Enrique Santo Calderón en su columna del domingo, que mientras en California el mismo terremoto, en la escala de 7.0, no alcanzó a producir más de 70 muertos en los centros urbanos, en Haití la devastación fue casi absoluta. Y no es que dios, sí existe, se ensañe con los pobres, es que los gobernantes y el sistema socioeconómico y político de privilegios que representan, condicionan los entornos (favelas, tugurios) para que la naturaleza, cada vez más furiosa, arrase sin conciencia con las excrecencias urbanas, o las creadas en las laderas de las montañas. ¿En este marco histórico de pobreza, desgobierno y muerte, vudú y cataclismo (no olvide por favor a la dinastía Duvalier, que gobernó desde 1957 hasta 1986) puede pensarse en alguna esperanza para el pueblo haitiano? Los que lo conocen de cerca y lo han estudiado, son muy escépticos; otros, creen todo lo contrario, que es la gran oportunidad para comenzar de cero. Los pueblos son a veces una incógnita para sí mismos y sólo cuando logran descubrir las claves de ese misterio nos asombran. Haití tiene una gran reserva de sabiduría, dilapidada quizá en la historia sangrienta contemporánea, que puede resurgir en estos instantes de supervivencia biológica y humana. Sólo nos toca esperar y desear que ocurra otra vez el milagro japonés de postguerra.