Defender el propio arco, es la prioridad del arquero. Otra prioridad: la incredulidad.
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Driblar, uno, dos y hasta tres rivales; enfrentarse al arquero y sacarlo de una, y quedar otra vez frente al universo, inspirado, con el lápiz en la mano izquierda, mientras la multitud reclama el goool…
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El gol, apenas la apertura de una ilusión sin resolver, o quizá la certidumbre de la derrota.
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Los arqueros deben aprender a detener los goles del adversario, también los más difíciles, aquellos que chutea la vida.
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Dirigir el equipo, ordenar las líneas, construir confianza, jerarquizar el estilo de juego; en fin, armar las estrategias. Lo que no podrá hacer nunca el técnico, es excusarse frente la calamidad de la derrota.
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Un deporte como el fútbol, que se práctica con los pies, no puede inspirar ninguna clase de gloria, solo la marca de un par de zapatos.
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Embriagarnos en la derrota de un partido de fútbol. Hacer una fiesta con el fracaso del seleccionado patrio hasta agotarnos como nación.
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Si el fútbol se hubiera practicado en el siglo IV a C. a Sócrates lo conociéramos por los goles y no por lo que aportó a la filosofía.
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Un pueblo que no sienta la extravagante dicha del fútbol, está a punto de perecer por algo, de morir por la ausencia emotiva del gol.
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La discusión de un partido de fútbol nos margina del desastre colectivo, nos agita hasta darnos la estatura docta que anhelamos: soñamos con la huidiza tesis. Entonces, insensatos, creemos ordenar el mundo.
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El gol: onomatopeya inservible. Cuando se padece su repetición, la emoción cae en un suspiro inútil, desechable.
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El fútbol: otro punto de vista.
*Algunas de estas sentencias pertenecen a EMBOSCADAS, libro de aforismos de Pedro Conrado Cúdriz.
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