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ME LLAMO PEDRO CONRADO CUDRIZ y Mis complacencias por la gratuidad del gesto que te permite acceder a mi blog. Bienvenido a mi mundo espiritual y a esta suerte de salvamento existencial, que es una extensión de mi alma vertida en libros, Cd, y opiniones periodísticas semanales.

sábado, 30 de abril de 2011

EL FORASTERO





Llegó en cierta ocasión un forastero a un pueblo perdido en la costa Caribe, rico en tradiciones, estrellas y cielo abierto, libros y calles servidas de mango. Quiso conocer este mundo y empezó por lo que más le impresionó: El flagelante. Abandonó el resto de aquel universo como si el conocimiento de un hombre bastara para conocer el resto del mundo. Peor, se flageló pretendiendo alcanzar la cima del misterio de la fe de aquel pueblo.

Los que lo vieron caminar por la arena cálida de la calle de la Ciénaga, aquel viernes santo, recuerdan su desgarbado cuerpo, su cobardía y su falta de valor para romper las claras del huevo y las claves de su propio cuerpo y conocer además el calor de la fe y la sangre de la manda. La flagelación no es un juego de palabras en el que se pueda mezclar espectáculo, carnaval y junior fácilmente. La flagelación es una tradición, pero en el clamor de la cultura de masas de hoy.

El hombre entonces caminó y elevó su experiencia personal por encima de los siglos, mezcló y comparó sus dolores infantiles con los dolores de la disciplina flagelante, dejando abierta la puerta de las conclusiones, pero no culminó el ejercicio para poder guardar la llave de la confianza humana, así que lo que terminó haciendo fue más mediático, circense, que periodístico. Para conocer el dolor o explicarlo, no es necesario cortarse una mano y meterse un tiro.

En el pueblo lo saben muy bien, no sólo por la flagelación, lo saben también porque han sentido el dolor en el reto diario del hambre, o en el golpe circunstancial de la muerte, o en el niño que llora esperando sin remedio la medicina que lo calme. El dolor es un rio interior que corre tumultuoso hasta agotarse a sí mismo. La flagelación es el último acto, el de la catarsis, por eso su pasión y su fe y por eso medio de ese mundo se precipita a observarse en el mismo espejo de esa mañana el viernes santo.

Para conocer esto es pertinente no el disfraz sino la piel del animal, la piel del tigre, la del ser, conocer por qué durante siglos miles de pies descalzos y callosos han marchado en silencio hasta alcanzar, mal que bien, su comunión con Dios. Así ha sido siempre y así será por los siglos venideros.

En la ciudad ronda el silencio y la tristeza, aunque se pretenda adrede o inconsciente ignorarlos; este estado se siente en la tarde, en las terrazas, en la rosa, en los cuerpos de agua, en las fauces del tigre que viene de los siglos. Algo se profanó y no fue precisamente lo que “une” a los hombres, sino lo que los comunica con Dios.

El forastero se marchó de la ciudad y se fue tan vacío como vino. Las ciudades como los hombres tienen almas, almas rotas; sin embargo, fluyen como su conciencia, claro colectiva, de ahí que sea casi imposible pretender definirlas a partir de esa suma parcial de pies callosos y “disciplinados.”
Los forasteros son extraños a los lugareños cuando actúan como turistas o como periodistas, porque llegan sin calma y se van. La comprensión del mundo del otro parte del hecho que yo no soy el otro y para serlo, necesito integralmente comerme el tigre, el de los siglos de espera.

Replica al artículo “ahora sé lo que es flagelarse en Santo Tomás” de Jhon Better. El heraldo. 24 de abril

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