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ME LLAMO PEDRO CONRADO CUDRIZ y Mis complacencias por la gratuidad del gesto que te permite acceder a mi blog. Bienvenido a mi mundo espiritual y a esta suerte de salvamento existencial, que es una extensión de mi alma vertida en libros, Cd, y opiniones periodísticas semanales.

martes, 28 de diciembre de 2010

Historia de un desastre que no ocurrió




Cada uno de nosotros lleva un diario en su memoria de los acontecimientos que graciosa o dramáticamente le han ocurrido en su corta vida: por ejemplo, en aquella ocasión cuando nos resbalamos en la calle, mientras la procesión del viernes santo estaba en la mejor de las ocasiones; o cuando desperdiciamos el penalti que definía el ganador del partido del barrio; o cuando la prótesis dental no aguantó las exigencias de la faena comensal del fin de año empresarial. Son tantos los eventos para las fotografías de la eternidad, que los olvidamos, y sólo la fuerza de la tragedia o la rememoración de otros eventos, los regresan otra vez a la memoria para ser evocados como recuerdos gratos de lo posible o lo imposible.

Así funciona la vida de uno. Lástima que no exista un diario escrito para el registro de cada evento, incluso para registrar los momentos, los grandes momentos estúpidos de uno, como aquel que logre presentar y pasear en Palmar de Varela, en una fiesta de corraleja, perseguido por la bravura de un toro de feria, hasta que logré asirme al tablado que hacía de corraleja y salvarme de la bestia estúpida que era yo. Seguramente era un adolescente, pero esto no me salvaba de nada, ni siquiera de la aventura de la vida y la muerte.

Y así son todas las cosas que nos salvan, no nos ocurren, aunque salgamos maltrechos, sin ojos, o sin una pierna. Algunas veces salimos intactus, puros del accidente, como me acabó de ocurrir el 27 de diciembre del 2010, en el autobús que viajaba de Santo Tomás a Barranquilla. Era un viaje de rutina; lo estoy realizando desde que tengo uso de razón, y la razón, la mía, aunque sostenida en su base de hierro, ha variado de lógicas, restas y sumas, en el arte mágico de inferir el tiempo. Por lo tanto, confiamos mucho en la rutina y jamás pensamos en que se va a descarrilar. Y lo hace a espaldas nuestras, como una sorpresa gigante, como una montaña.

Me embarque en Santo Tomás, después de esperar impaciente un taxi. La rutina tenía el mismo rostro de todos los días: el libro en las manos, la mochila, el bolígrafo y mi afán de lectura mientras la máquina de hierro emprendía viaje aferrada al pavimento. Nada hacía predecible el accidente. En Sabanagrande, una mujer joven, hermosa, quien se ubicó primero en las primeras bancas del autobús, arrepentida, terminó luego a mi lado, mientras neceaba inútilmente un teléfono móvil. Lo único raro era su nerviosismo, pero luego se calmó.

Yo quise pensar en otras cosas, disociarme del libro y de la hermosa mujer vecina, no pensar, achicar la mente, reducir el pensamiento… sin embargo, ocurrió lo impensable: ¡Plum¡ el mundo se reventó en nuestras propias narices: ¡Ay, no, Dios mío¡ no, se oyó una voz colectiva, y el autobús se estrelló contra el poste. Borrosamente observé visajes, sangre, alguien pegado al timón del autobús, gente corriendo, acercándose…

Pero antes quisiera contar el vértigo de la montaña rusa, el instante en el que al autobús comienza a bajar la pendiente que surge de la carretera; se siente el mismo vértigo de la montaña rusa y uno se siente perdido, a la deriva, sin rumbo y con el único destino posible: la muerte. Y sin embargo, (luego) te das cuenta, que todo es una broma de la vida, o de la muerte, y te encuentras ileso, sin contusiones ni heridas de ninguna clase. Milagro. Pero no del tipo mítico, sino del tipo de las casualidades y las circunstancias: Estaba en el lugar perfecto para eludir la tragedia: en los últimos puestos.

Todo era confusión, entré en pánico y bajé rápido del autobús, de pronto observé la sangre en el rostro delicado de la mujer que me acompañaba en mi asiento y me llevé la mano al bolsillo buscando el pañuelo, pero quería huir del lugar y una fuerza superior a mis energías me expulsó de aquel drama y me alejé en otro autobús hacía la ciudad de Barranquilla. Sólo a las 4 de la tarde de aquel mismo día, me percate que había olvidado la mayoría de los nombres de las personas que viajaban conmigo el 27 de diciembre. Misteriosamente la mente había preservado para otro tiempo los recuerdos, quizá buscando curar la herida del trauma del impacto del accidente. La mente tiene su historia, pero también tiene una manera de contar lo que nos pasa, y cuando lo hace, simplemente lo hace para liberarse.

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