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ME LLAMO PEDRO CONRADO CUDRIZ y Mis complacencias por la gratuidad del gesto que te permite acceder a mi blog. Bienvenido a mi mundo espiritual y a esta suerte de salvamento existencial, que es una extensión de mi alma vertida en libros, Cd, y opiniones periodísticas semanales.

sábado, 15 de enero de 2011

cuento



Tu madre también

Cuando mamá murió, mi abuela me dijo: “murió tu madre.” Y yo quise entender qué significaba morirse, porque mi mente de niña pequeña no comprendía todavía nada. Y mi abuela me dijo algo así como “irse de viaje para siempre.” ¿Y no regresa? le pregunté. “No regresa,” me dijo. Mi abuela era seca y directa. Usaba las palabras justas para decir las cosas, no como mi padre que hablaba bonito como los poetas. Pero mi padre no estaba, se había ido de la casa por un disgusto con mi madre y nadie sabía dónde andaba. Se fue con dolor porque me abrazó con la fuerza de un huracán y me dijo llorando que no quería irse, que lo sentía, “así es la vida, hija, sólo cuando seas grande lo comprenderás todo.” Y a una no le interesa estar grande para comprender estas cosas, porque lo que siente el cuerpo y el alma es más grande que la comprensión.

Mi madre estaba dormida en el cajón para los muertos, pero yo no entendía la muerte, ni me interesaba comprenderla. Sólo quería que abriera los ojos y me mirara como ella lo hacía, o que me tocara o besara como solamente ella sabía hacerlo, con la boca y la cara a la vez y me dijera las cosas bonitas que me decía siempre con su voz de ángel derretido por los afectos. Pero estaba dormida, pálida como dice la gente cuando habla de un cadáver, como alguna vez le escuché decir al abuelo cuando encontramos a Felino, el gatito de la casa: muerto. ¿Será así la muerte de mi madre, como la muerte de felino?

La sala gigante como un patio prehistórico estaba atestada de gentes que vestían negro o de luto; había un silencio impresionante. Los que iban llegando abrazaban a la abuela y al abuelo, a los tíos y las tías y alguno que otro visitante me sobaba la cabeza, y recuerdo que le pregunté a la abuela porqué la gente la abrazaba y me viene a la memoria lo que me dijo ensimismada, que no eran abrazos sino pésames. Y esas palabras taladraron mi cerebro y se clavaron en mi corazón, con todo el peso de la muerte. El misterio de la muerte desde entonces me persigue, sin poder lograr comprender todavía hoy la ruptura de la vida y la muerte. Y ahora sólo sé que morirse es tan necesario como estar vivo y convencida además, de que la muerte ensombrece todo, el amor, la tarde, las horas del desayuno, el sueño, todo.

Mi madre durmió toda la noche hasta el día siguiente, cuando decidieron llevársela así dormida para la iglesia y una angustia indefinida hizo su asalto en mi ser; quedé vacía hasta que poco a poco este vacío fue llenándose de una ira profunda, de aquella rabia impotente que debió sentir el primer ser humano que se enfrentó por primera vez a la muerte, a este estado de catalepsia mortal que abruma, traumatiza y fractura la existencia. Mi abuelo comprendió mi malestar y me cargó entre sus brazos, mientras mi cuerpo brincaba epiléptico y una tristeza extraña se apoderaba de mi rostro. “A todos al final nos pasará,” sentenció el abuelo. “A mi madre no,” le dije. “A tu madre también,” contestó él con los ojos bañados en lágrimas. “¿Qué es la muerte, abuelito?” logré preguntarle, mientras el féretro cruzaba la esquina. El me miró y sentí que sus ojos me horadaban por dentro.”No sé, hija, no sé.”

Por aquella edad no sabía de Dios, de tal manera que no podía reclamarla al único que se le podía reclamar y me quedé en silencio por un tiempo indeterminado, una, dos o tres semanas, o toda una vida, hasta que el dolor lo confundió el juego, la risa, la escuela, las amigas, el cariño de los abuelos y los tíos. Pero la muerte había hecho su aparición en mi vida y en la época menos esperada, cuando apenas era una niña que había atravesado los tres años. Este primer contacto con la oscuridad y el misterio hizo posible la aparición de los miedos y los asombros, porque mi madre no permitió a pesar de la muerte mi desamparo, quedaban los abuelos y las visitas que le hacía todos los fines de semana en el cementerio, cuando le llevaba agua y comida para que no se muriera de sed y hambre. La muerte no nos había separado, nos había unido más que nunca, porque yo podía invocar su imagen o su recuerdo para que ella apareciera inmediatamente. Cuando murió mi padre, cinco años más tarde, la muerte ya me había enseñado su lenguaje y yo la había aceptado como otra necesidad más de la existencia. Ahora con veintitrés años y un cáncer de mama que poco a poco aniquila mi cuerpo, la muerte conversa todos los días conmigo, me susurra al oído su impotencia de no poder hacer nada por mi vida y me acuerdo del abuelo: “A tu madre también.”

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